miércoles, 17 de julio de 2013

Una original interpretación de la terminología musical.



La holgada situación económica que gozamos los docentes de la República Argentina, como
es de dominio público, me ha permitido dedicarme los últimos tiempos casi exclusivamente de los estudios no psicológicos y la investigación.
Expondré a continuación el resultado de mis incansables esfuerzos en uno de los muchos temas abordados, en el cual incursione con una intensa y legítima curiosidad para explorar los estratos, conscientes e inconscientes, semiótico,  semántico, psicoanalítico, guestálticos y estructuralista de la terminología musical.
Pude constatar primero con asombro, luego con estupor y finalmente con verdadera indignación que desde épocas muy remotas la humanidad había sido víctima de ciertos poderes siniestros y ocultos, que de una manera sistemática e ignominiosa la sometieron a discriminaciones, humillaciones y opresiones de la peor especie.
Por cierto que en tiempos prehistóricos debe haber existido una edad de oro, en la que los sonidos, no divididos aún en clases, castas y jerarquías, convivían fraternalmente, gozando de una libertad e igualdad plenas. Pero en cierto momento se desencadenó una despiadada lucha de poder: comenzó la explotación de la nota por la nota, del intervalo por el intervalo. Envalentonados, algunos modos se declararon “auténticos”, desacreditaron y relegaron a un nivel inferior a los restantes imponiéndoles el denigrante calificativo de “plagales”. Paso a paso fue ganando terreno un poder autoritario y discriminatorio.
Pronto aparecieron los intervalos que, con intolerable soberbia, se autoproclamaron “justos” y, lógicamente, quedaron marginados los “injustos”; pero  ¿quién dictaminaría cuáles eran los “justos” y cuáles  los “injustos”? y –tal como siempre ocurre en regímenes donde hay abusos de poder y se consolidan las ideologías autoritarias- finalmente, se impuso también la discriminación racial: por decreto se estableció que una blanca valía tres negras, o por lo menos dos (finalmente, el número quedó fijado en dos, sin duda porque no había suficientes negras…), y más tarde una ley complementaria dictamino que una negra puede estar ligada a una blanca, ¡pero jamás una blanca a una negra! El cinismo racista no pudo ser más elocuente….
La dinámica de este sistema fue implacable en la prosecución de sus planes siniestros: todo, prácticamente todo, cayó bajo su rabioso afán de dividir, estratificar y oprimir. Así, luego del reinado de los modos “auténticos” sobrevino la distinción entre el modo “mayor” y el modo “menor” (uno podría preguntarse ¿Por qué no llamarlos “el modo azul” y “el modo rojo”?, ¿Por qué uno debía ser “más” y el otro “menos”?; pero esos eran los objetivos del sistema…). Algo similar aconteció con los intervalos: junto a los soberbios intervalos “justos” aparecieron los intervalos “mayores”, quienes decididamente discriminaron a los “menores”, dictaminando que los restantes eran “disminuidos” (uno no sabe si reír o llorar: ¿a base de qué criterio se estableció esta diferencia?, ¿quién otorgó a aquellos el aumento relegando a estos a ser disminuidos?, ¿por qué no llamarlos directamente inválidos o discapacitados?).
Y este despropósito también le fue aplicado al pobre tritono: había sido otrora un ser humilde, un honesto intervalo entre el bitono y el tetratono; ahora, en esta era la caza de brujas, fue declarado “diablo en la música” fue humillado y corrompido: para la plebe o “chusma” fue una cuarta aumentada, para la clase dirigente, “los de arriba” detentadores del poder, fue una quinta disminuida.
Si, así transcurrían las cosas hasta ese momento, con el avance de la llamada armonía funcional la situación se agravó más aún: el acorde “perfecto”, con toda su intolerable soberbia, se entroniza como amo supremo. Ello incide en que muchas pobres piezas en modo menor decidan concluir con un acorde mayor para mejorar a último momento su estatus, como si este mero detalle pudiera salvarlas de su impuesta y manifiesta inferioridad. Por otro lado, hacen su aparición las dominantes, obviamente con sus lugartenientes, las subdominantes. (¡Es forzoso que donde hay dominantes también halla dominados! Esta situación posee una lógica irrefutable, y al sistema se le podrá reprochar todo, pero nunca una falta de coherencia).
En medio de todas las discriminaciones autoritarias ya vigentes –intervalos mayores y menores, justos, aumentados y disminuidos, acordes perfectos y las dominantes- se agrega una más: la cruel ironía de que una nota se la pueda llamar sensible (para este caso, los anglosajones y los germanos, quizás menos hipócritas o tal vez más brutales, hablan directamente de un “guide tone” y un “leitton”, el sonido conductor).
 Este incipiente e incontenible proceso de degeneración y decadencia se completa con otras claras líneas divisorias: cadencias rotas o evitadas, imperfectas y truncas, retardos y contratiempos y acordes invertidos (¡!). Así, vemos que las gordas redondas y las blancas son atendidas por sus esclavas (negras y todo los miserables seres que ni siquiera poseen un nombre propio: las semicorcheas o las semifusas,  presumimos que con seguridad en algún momento también debió haber ocurrido un movimiento “antisemifusas”), llevando vida holgada en sus quintas - ¿quintas aumentadas?- mantenidas casi siempre por un puntillo, entre contrapuntos floridos, grupitos de frondosos arbustos y trinos de pájaros, saboreando suculentos platos preparados en enormes calderones… pero creo que mi indignación me ha llevado demasiado lejos, haciéndome olvidar la objetividad que todo investigador como buen científico debe siempre conservar. Volvamos, pues, a los hechos mismos, y sólo los hechos.
Es en el ámbito de los instrumentos donde aparece más notoriamente otro aspecto que posee todo sistema donde impera la discriminación racial, los prejuicios sociales y el autoritarismo: el machismo. Casi todos los instrumentos o masculinos: el órgano, el piano, el bandoneón, el violín, el violoncello,  el trombón, el oboe, el clarinete, el fagot, etc. En este conjunto, y en vergonzosa inferioridad numérica, las excepciones femeninas quedan reducidas a la débil flauta -¡obsérvese que los italianos, marchistas por excelencia, en lo llamaban “il flauto”!-, la pobre viola –oprimida entre el arrogante violín y el pretencioso barrigón violoncello-, más dos instrumentos construidos con un vil metal: la trompeta y la tuba. (¿Qué les hubiera costado a los responsables de dejar la “triálgula” o la “timbala”,  aunque más no fuera por su similitud y connotación simbólica con ciertos atributos de la anatomía femenina?).
¡Pero aún a la dictadura más férrea le llega su hora! La sed de libertad puede más que todo el poder de un sistema cuyo infame e insidioso modo de actuar hemos corroborado de una manera categórica mediante una serie de ejemplos, seleccionados entre muchos otros. El gran cambio se puso en marcha cuando la disonancia, cansada de tantos siglos de oprobiosa obligación, se decidió a emanciparse. Las consecuencias este heroico acto fueron incontenibles e imprevisibles. El próximo paso de este proceso –que forzosamente aquí debemos resumir- consistió en la sensibilización tonal: ahora, con sólo desearlo, cualquier nota podía ser sensible, y con ello desapareció todo ese submundo de las dominantes y las subdominantes; también desaparecieron las cadencias rotas y las evitadas, así como los acordes invertidos.
El acorde perfecto es ahora una mala palabra: se lo evita como si fuera un leproso. Tuvo que pagar cara su doblemente despiadada tiranía, su largo y cruel dominio desde que estableció su trono en el primer peldaño de la escala. Actualmente cada sonido, en pleno goce de una libertad antes jamás soñada, se mueve armoniosamente en la ronda formada por él y sus 11 hermanos mellizos. Quedaron abolidos todos los mayores y menores, aumentados y disminuidos. Los intervalos se denominan equitativamente según la cantidad de semitonos comprendidos entre el sonido más grave y el más agudo: 1, 2, 3, 4, etc. El tritono, otrora humillado, perseguido y corrompido, es ahora nada más ni nada menos el intervalo 6, eje central de toda la serie.
Pero la revolución no se detuvo allí. Están asimismo desacreditados los ridículos valores, pues no se dice más: “tú, vales el doble; tú, la mitad; y tú, la cuarta parte”; ahora reina una plena libertad y se los incita: “tú, suena tan poco tiempo como quieras; tú, tanto como puedas; tú, tan agudo como alcances; tú, tan grave como te plazca”. De esta manera, estrepitosamente se derrumban las odiosas líneas divisorias. Detrás de las infames grillas y barrotes del pentagrama salen jubilosos los sonidos, abrazándose en estrechos “clusters”, deslizándose por todo el registro y abarcando todo el rango dinámico.
Con la desaparición de la discriminación racial y del sistema clasista, también deja de existir el antes tan arraigado machismo: lo que ahora vale es la “relación de pareja”. De la espontánea y apasionada unión de la guitarra eléctrica y el amplificador, de la computadora y el sintetizador, nacen esas deliciosas criaturas sonoras que nos deleitan y embelesan con sus graciosas “curvas dinámicas envolventes”. ¿Qué es lo que no se podrá esperar en el futuro de tan halagüeño y auspicioso proceso? Pero – y terminó con esta advertencia- ¡Siempre y cuando esa libertad no se convierta en libertinaje!

Memorias Musicales, Ernesto Epstein. Editorial EMECÉ 1995.