miércoles, 24 de julio de 2013

El Theremin

El Theremín ¿Qué es?
El theremin es uno de los primeros instrumentos musicales electrónicos. Inventado en 1919 por el físico y musico ruso Lev Serguéievich Termen luego León Thérémin. ¿Cómo funciona?

El diseño clásico consiste en una caja con dos antenas. Se ejecuta acercando y alejando la mano de cada una de las antenas correspondientes, sin llegar a tocarlas. La antena derecha suele ser recta y en vertical, y sirve para controlar la frecuencia o tono: cuanto más cerca esté la mano derecha de la misma, más agudo será el sonido producido. La antena izquierda es horizontal y con forma de bucle, y sirve para controlar el volumen: cuanto más cerca de la misma esté la mano izquierda, más baja el volumen, y viceversa  Este es un modelo actual de Theremín


 En este video se puede ver como se ejecuta 
 http://www.youtube.com/watch?feature=player_embedded&v=cd4jvtAr8JM  


martes, 23 de julio de 2013

Paul Hindemith, niño terrible

En 1921, Paul Hindemith dirige los ensayos de su última ópera. La escritura orquestal abunda en disonancias y los músicos, con cierto enojo, tratan de exagerar las asperezas armónicas. El joven compositor detiene el ensayo y les habla: “Aun cuando suena bastante mal, todavía no está bien. Quiero que suene peor”. Algo bastante adecuado para una obra llamada Sancta Susanna, que concluía con una monja desnudándose, presa de incontenibles deseos sexuales, frente a un crucifijo. La ópera cerraba una trilogía de obras en un solo acto.
En la primera, Asesino, esperanza de mujeres, con libreto y escenografía de Oskar Kokoschka, se desarrollaba una especie de delirante enfrentamiento sadomasoquista entre un hombre y una mujer, vigilados por gigantescos guerreros y sumisas esclavas. La segunda, mucho más liviana, era una ópera con marionetas titulada Das Nusch-nuschi y allí se contaba la castración de un hombre que engañaba a su mujer.
En la misma época, el autor componía una de sus obras maestras: la Música de cámara nº 1, escrita para dos violines, cello, contrabajo, flauta, clarinete, fagot, trompeta, dos percusionistas, piano y acordeón. Y una suite para piano donde incluía al ragtime entre sus movimientos. Y una Sinfonietta en broma donde se burlaba del mismísimo Brahms. Casi nada de ese período se toca actualmente. Casi nada se recuerda. La culpa, por supuesto, es del propio Hindemith, que se arrepintió de todo, que nunca reconoció su pasado y que, ya prohibido por el nazismo, radicado en Estados Unidos, convertido en abanderado de la gebrauchtmusik (música utilitaria) primero y de la nueva objetividad después, se dedicó a tratar de convertirse en una dudosa reencarnación conservadora de Bach, en plena segunda mitad del siglo XX. Sus abundantes cánones y fugas, sus infinitas obras de cámara para impredecibles conformaciones instrumentales, incluyendo tuba sola y trío de flautas dulces, sus piezas para coro, hicieron que cuando murió, en 1963, fuera un hombre con mucha más edad que los 68 años que tenía. Y el punto más alto de ese culto al pasado y de esa pasión por volver a componer lo ya compuesto, fue el legislativo Ludus Tonalis para piano, una especie de nueva versión de El clave bien temperado que, de todas maneras, tiene momentos extraordinarios –y que suenan extrañamente parecidos a las improvisaciones solistas de Keith Jarrett–.
El mejor Hindemith, sin duda, está en esa juventud expresionista en que escribió, además del tríptico operístico bizarro, una extraordinaria serie de canciones titulada La muerte muerta, la pantomima El demonio y su notable ópera Cardillac. Además de la iconoclasia, de un salvajismo rítmico que lo acerca a Stravinsky y de su evidente placer por los rincones más violentos de la tensión armónica, en esas obras se verifica una de las características más personales e interesantes de toda la música del siglo pasado. Hindemith solía concebir los distintos movimientos de una obra como complementarios entre sí. Cada uno de ellos exploraba parámetros y posibilidades totalmente diferentes. Pero la originalidad no terminaba allí. En muchos casos eran obras completas las que se articulaban como partes de un mismo relato. Cada una de las tres óperas breves trabaja un clima particular que es excluido de las otras dos. Después del casi ampuloso, romántico y virtuoso Concierto para cello Op. 3 aparece la Lustige Sinfonietta. Y, desde ya, las siete Kammermusik, escritas entre 1921 y 1928, pueden entenderse como un recorrido por las variadas posibilidades de ese rótulo –música de cámara–, desde los doce instrumentos de la primera hasta el concierto para órgano y orquesta de cámara de la última, pasando por un quinteto de vientos, un concierto para piano, uno para cello, uno para violín, uno para viola y otro para viola d’amore.
Atacado públicamente por Goebbels como “atonal creador de ruidos” y casado con una judía –Gertrud Rottenberg–, Hindemith eligió un mal año, además, para completar una ópera en la que revalorizaba la figura de Matías Grünewald, un pintor que no sólo había anticipado, en el Renacimiento,rasgos del expresionismo, sino que había participado de una revuelta campesina contra el emperador. En 1934, el año siguiente al del ascenso de Hitler al cargo de canciller –en elecciones ganadas por abrumadora mayoría–, Hindemith sólo pudo estrenar una Suite sinfónica de Matías el pintor, que terminaría siendo su obra más conocida. La ópera completa se estrenó en 1938, en Suiza, donde vivió hasta 1940, en que se radicó en Estados Unidos. Pero el niño terrible se reservaría una última paradoja. Condenado por la vanguardia como el más conservador de los conservadores, se dio el lujo de ser el primero en escribir música para trautonium, un instrumento pionero de la electrónica. 

 Suplemento Radar, Diego Fischerman, Página 12 - 5 de septiembre de 2004

lunes, 22 de julio de 2013

Tchaikovsky, el intimista

Un grito en cámara lenta. Los brazos, las caras, aparecen velados por el vapor. El cuerpo es
introducido en una bañadera llena de agua hirviendo. La imagen se sobreimprime con la de la muerte de la madre y pertenece a una película y a una leyenda. La película es La otra cara del amor, donde Ken Rusell contaba, en clave de psicodelia inglesa, la vida –y la muerte– de un Piotr Illich Tchaikovsky al que le había tocado la cara del Dr. Kildare. La leyenda es la del suicidio. El compositor murió de cólera, el 6 de enero de 1893, y allí, en la película, aparecía tomando, intencionalmente, agua contaminada. Desde el Werther de Goethe, el suicidio por amor era un tópico ineludible. Pero la verdad era, por supuesto, otra.
Hacía nueve días que se había estrenado, en San Petersburgo, su sexta sinfonía. Cuando volvió a tocarse, in memoriam, unas semanas después, fue bautizada Patética. Y muchos la entendieron, precisamente, como su nota de despedida. Quienes quisieran, de ahí en más, leer la vida del compositor como pieza maestra del género tragedia homosexual encontrarían allí suficientes pistas: la cita al Requiem ortodoxo del primer movimiento y, por supuesto, el inusual adagio final (un movimiento lento de toda lentitud) poblado de tensas disonancias. Mucho después, John Purdie, director de una serie de televisión, realizada por la BBC londinense, titulada ¿Quién mató a Tchaikovsky?, se contestaba: “Sólo hay que escuchar la Sexta Sinfonía para oír el tormento de un hombre”. La versión de Tchaikovsky, sin embargo, fue diferente.
En el último verano antes de su muerte, mientras escribía la sinfonía, anotó: “Nunca sentí tanta autosatisfacción, tanta felicidad, como la que me produce la conciencia de que soy yo, realmente, el creador de esta maravillosa obra”. En la semana anterior al estreno, se había sentido contento y así se lo había comentado a su hermano Modest –libretista de su notable ópera Iolanta– y a su sobrino Bob, con quienes se había encontrado para ir al teatro, aprovechando un descanso en los ensayos de la sinfonía. La salida fue el 25 de octubre y, en un intermedio, fue a los camarines para saludar al primer actor, un amigo de su hermano. La conversación rondó el tema de la eterna espiritualidad del arte en contraste con lo pasajero de lo físico y de las vidas terrenas. Hablaron, claro, de la muerte. En un aparte, Piotr Illich tomó a Modest del brazo, acercó la boca a su oído y le dijo: “Falta mucho todavía para que tengamos que enfrentarnos con ese horror. Siento que viviré mucho tiempo más”.
El malentendido con la que terminó siendo su última sinfonía es, en todo caso, el mismo que alimenta mucho de lo que los melómanos convierten en esencia misma de la música que escuchan: la presunción de autobiografismo. Para Tchaikovsky, nacido en 1840 y educado sentimentalmente con el Romanticismo, los sentimientos trágicos eran más profundos y significativos que los festivos. Una sinfonía, entendida como relato metafísico, de acuerdo con lo que el siglo XIX había construido con la tradición beethoveniana, debía tener grandes contrastes dinámicos, modulaciones armónicas capaces de conmover al oyente, desgarros, luchas, triunfos y derrotas. El compositor del Romanticismo aspiraba a la tragedia pero podía, por ejemplo, sentirse feliz por haber logrado una obra de auténtico patetismo.
Pero no es éste el malentendido mayor alrededor de la música de Tchaikovsky sino el que la asocia, exclusivamente, con melodías cuya belleza puede acercar peligrosamente el empalago, con orquestaciones estrepitosas; con ballets imperiales destinados al embobamiento del zar con las volutas de cisnes, bellas durmientes y otros personajes infantiles y, sobre todo, con los famosos cañonazos agujereando la marsellesa napoleónica en la Obertura 1812. Hay otro Tchaikovsky, desde ya, y es mucho más interesante: el de sus tres cuartetos para cuerdas –se dice que el segundo movimiento del primero, Adagio Cantabile, provocó las lágrimas de Tolstoi–, el de las exquisitas canciones –Si sólo supiera y Fue en el comienzo de la primavera son verdaderas obras maestras–, el de Lasestaciones, una serie de doce piezas para piano dedicadas, cada una, a un mes del año, y, en particular el del Sexteto para dos violines, dos violas y dos cellos llamado Souvenir de Florence. En esa obra escrita en 1890 y en la que tres de los cuatro movimientos están en modo menor aparece un gesto instrospectivo, donde el espíritu de la canción popular empapa las audacias armónicas y en que una nostalgia sombría se apodera del relato. Tal vez no haya allí autobiografía. Sí, en cambio, el más perfecto patetismo en su versión más solitaria. 

Suplemento Radar, Diego Fischerman, Página 12 - 1 de agosto de 2004

domingo, 21 de julio de 2013

Felix Mendelssohn, el wagneriano

Su abuelo fue el famoso rabino y filósofo Moses Mendelssohn. Su padre, Abraham, banquero culto y acomodado, convirtió la familia al cristianismo y agregó al apellido original el dudoso Bartholdy. Si bien nunca firmó de otra manera que como “Mendelssohn”, Felix, niño prodigio, admirado por Goethe a los doce años y autor de varias obras maestras antes de los veinte, siempre se consideró luterano. Puede que el tema no le importara. En todo caso, esa falta de drama existencial contribuyó al hecho de que el romanticismo nunca lo considerara del todo uno de los suyos. Para ser un gran artista había que sufrir y, en lo posible, ser pobre e incomprendido. De ahí que el verdadero creador de la orquestación romántica, las piezas epigramáticas románticas, las canciones sin palabras románticas, la fundación romántica del canon (con su exhumación de la Pasión según San Mateo de Bach), el auténtico continuador del último Beethoven y el único de los autores alemanes de su época que influyó en el concepto de orquestación de Wagner, a menudo haya sido considerado apenas como un clasicista a destiempo. Nada muy distinto de lo que aseguraba el propio Wagner en su opúsculo sobre los músicos judíos: “Son fríos, y no hay en ellos ninguna pasión verdadera que los lleve a ser artistas”.
Pero el señor de los anillos (de los nibelungos) no siempre abominó de él. “Mendelssohn fue un pintor paisajista de primer orden y la Obertura La gruta de Fingal (también conocida como Las Hébridas) es una obra maestra [...] Fíjense en la extraordinaria belleza del pasaje donde el oboe emerge sobre los demás instrumentos con un lamento de dolor como el de los vientos sobre los mares”, escribió Wagner cuando aún no había descubierto “la perniciosa influencia de los judíos en la cultura”, o tal vez cuando todavía no había identificado a Mendelssohn como judío. Y por otra parte, pasajes enteros de Lohengrin, Tannhäuser, la Tetralogía y Parsifal (el tema del Grial, por ejemplo) parecen calcados, por lo menos en los aspectos melódicos y, desde ya, en la orquestación, de obras como la Sinfonía Nº 2, Himno de alabanza o del oratorio Paulus.
Llamado “el Mozart de este tiempo” por Schumann y alabado por Berlioz, buen pintor, extraordinario escritor, pianista, violinista y organista virtuoso, Mendelssohn fue uno de los autores más respetados de su época. ¿Qué fue, entonces, lo que cambió entre ese momento y 1964, cuando el musicólogo Gerald Abraham, un especialista incuestionable en el romanticismo, en su brillante A Hundred Years of Music describió su segunda sinfonía como “el intento más triste jamás concebido por la mediocridad humana de seguir el modelo de la Novena Sinfonía de Beethoven”? Su análisis de la obra de Mendelssohn rescata las obras tempranas, en particular su Obertura para Sueño de una noche de verano, escrita a los 17 años: “Una de las grandes tragedias de la música es que el muchacho que un año antes de la muerte de Beethoven había escrito una obra maestra (la Obertura) se consumiese con la anémica, aunque prolífica, artesanía de la mayoría de las obras posteriores”.
La clave de la tirria de Abraham (y de mucha de la crítica de las décadas del sesenta y setenta) está escondida en otra frase, donde habla de lo poco que encuentra de bueno en la música de Mendelssohn, “la pureza virgiliana de los pasajes idílicos”. Allí dice: “Hasta ese elemento idílico se deteriora en sus obras posteriores, haciéndose, por así decirlo, más reacio, más concreto, menos mágico y más burgués”. Es el aburguesamiento y el bienestar de Mendelssohn –apenas morigerado por su temprana muerte, a los 38 años, unos meses después de la de su hermana Fanny (y, aparentemente, del dolor insoportable que le causó)– y, desde ya, la conversión religiosa, lo que no le perdonó una época que construyó el valor de lo artístico alrededor de las ideas de autenticidad y sufrimiento. Casi todo el romanticismo puede ser explicado siguiendo la pequeña invención literaria con que Mendelssohn identificó sus obras breves para piano: “canciones sin palabras”. Las Escenas del bosque de Schumann, en todo caso, no son otra cosa que canciones sin palabras. Pero además, en la música de Mendelssohn (en su Obertura para Sueño de una noche de verano, pero también en obras posteriores como la Sinfonía Nº 5, Escocesa) aparece uno de los ingredientes más importantes del romanticismo: lo terrorífico y lo sobrenatural. Hay en su obra –y en su manera de orquestar, dejando grandes espacios vacíos entre grupos instrumentales– una agitación, una sensación de falta de asidero, de la que sus muchas veces monolíticos contemporáneos carecen.
Es cierto: mucha de su música de cámara es, tal vez, demasiado perfecta, demasiado elegante. Quizás la artesanía esté allí demasiado expuesta –lo está también en desarrollos como el del primer movimiento de la Cuarta Sinfonía–, pero pocos cuartetos para cuerdas posteriores a Beethoven ponen en tela de juicio, de una manera tan beethoveniana, las propias reglas del género como el Op. 13 de Mendelssohn. En todo caso, mucho más que la comodidad burguesa (cuyo sonido nadie ha podido determinar), su música despliega algo tan romántico como la contradicción. En Mendelssohn, como en otros grandes artistas, conviven las pasiones y el pudor, la expresión y la contención, el gesto de la desmesura –nunca desbordada– y el sentido de equilibrio (jamás inmóvil). 

Suplemento Radar, Diego Fischerman, Página 12 - 6 de junio de 2004

sábado, 20 de julio de 2013

Carl Philipp Emanuel Bach, el genio de la familia

Fue el hijo de Dios y la historia ni siquiera le reservó el papel de Cristo. Si su apellido hubiera sido
Hauptmann, Greiner o Schwerfel, no cabe duda de que hoy sería uno de los grandes compositores de la historia y –con certeza– el más importante de los que estuvieron activos a mediados del siglo XVIII. Pero a Carl Philipp Emanuel Bach, el verdadero inventor del Romanticismo, le tocó ser hijo de Johann Sebastian. Ni siquiera de Tomaso Albinoni o de Dietrich Buxtehude; no: fue hijo del único músico de la historia con el que la historia construyó el mito del Unico. Podría haber habido dos Mozart, dos Haydn y hasta dos Beethoven. Dos Bach, jamás.
“¿Así que su padre es ese famoso improvisador en el órgano que escribió magníficos contrapuntos a la vieja manera? ¿Por qué no lo invita a la Corte para que venga a probar mis fortepianos y nos deleite con su antiguo arte?” La frase tal vez no sea textual, pero algo muy parecido debe haberle dicho Federico El Grande de Prusia, rey, flautista y compositor, a su compositor de confianza, Carl Philipp Emanuel, antes del viaje que desembocó en la célebre Ofrenda musical, una serie de cánones y fugas -más una sonata en trío– sobre un tema sugerido por el monarca con la que Johann Sebastian retribuyó la invitación. Y es que hubo una época en la que el famoso –es más: el importante– era su segundo hijo. Alguien que se hizo aún más importante en los últimos años de su vida, cuando decidió abandonar a su antiguo patrón, de quien el musicógrafo viajero Charles Burney escribió en 1772: “En la música, como en las maniobras de sus soldados, Su Majestad hace reinar una disciplina tan draconiana que basta que un miembro de sus tropas se separe aunque sea un poco de la regla, inventando, modificando u ornamentando un solo pasaje de la partitura, para que se le ordene, de parte del rey, que adhiera estrictamente a la regla, so pena de graves sanciones”. Para un músico no hay nada peor que otro músico. Más cuando es el rey.
Toda la obra de Carl Philipp Emanuel es personal, interesante y llena de giros inesperados. Sus conciertos para cello, cuerdas y bajo continuo, las sonatas para flauta y clave, los cuartetos para clave, flauta, viola y cello, sus cantatas profanas –como Phyllis und Thirsis– y el bellísimo Magnificat. Pero en sus sonatas y fantasías para teclado, que Mozart y Haydn reconocieron como modelo (y cuya expresividad y sentido del misterio, sin embargo, recién pudo retomar Beethoven), en sus Sinfonías de Hamburgo, en sus últimos conciertos para clave (que colocan al teclado, siguiendo las enseñanzas del padre y ya para siempre en el papel protagónico, no ya como acompañante) y en una obra extrañísima, vanguardista, distinta de cualquier otra alguna vez compuesta: un Concierto Doble para clave, fortepiano y orquesta escrito en 1788, el mismo año de su muerte, funciona como una especie de autobiografía musical.
Su estilo corresponde a lo que, globalmente, se denominó empfindsamersitille, una de las tantas palabras alemanas más o menos intraducibles cuyo significado se acerca al de “sentimentalismo”. Sin embargo, Carl Philipp Emanuel Bach hace un uso único de esas normas más o menos colectivas y de época que pasaban por acentuar las líneas melódicas por sobre los entretejidos contrapuntísticos, los movimientos armónicos claros y el uso abundante de disonancias sobre los tiempos fuertes, en forma de apoyaturas (que luego serían bautizadas como “suspiros de Mannheim” y con las cuales Leopold Mozart le aconsejaría a su hijo Wolfgangus que tuviera cuidado). Y su secreto –además de la agitación que sus melodías y movimientos armónicos se las arreglan siempre para poner en primer plano– es el silencio.
Que se sepa: Carl Philipp Emanuel Bach fue el primero en usar el silencio con una idea de suspenso, de tensión. El primero capaz de callar para que lo que sonara después fuera inesperado. Se podría decir que BachJr. hizo, con el cuerpo estético del barroco tardío y del estilo galante, lo que unos cincuenta años después haría Beethoven con el clasicismo. Ese concepto de teatralidad del hecho sonoro, de drama implícito en todo discurso musical y, sobre todo, la idea de que la música representaba pasiones, nacen con el otro gran genio de la familia Bach. Alguien que, además, llegó a contar su historia en una obra póstuma que mezcla los gestos del barroco y los del clasicismo. Más que mezclarlos, en realidad, los hace chocar como fuerzas gigantescas. Allí se enfrentan el viejo Bach, que cristalizó las leyes del contrapunto barroco pero también experimentó en lo tímbrico y lo formal, y el nuevo Bach, su segundo hijo, que construyó con ellas un lenguaje de altísimo voltaje expresivo.
Allí, puestos sobre el escenario, dramatizando la oposición, se enfrentan el clave –el instrumento que había ocupado el lugar de sostén obligado en toda la música de casi dos siglos– con el fortepiano, el instrumento llamado a reemplazarlo. Esa singular invención, que en lugar de pellizcar las cuerdas las martillaba, podía hacer lo que ningún otro instrumento había podido hasta el momento: tocar el mismo sonido forte o piano sin que hubiera desafinación ni cambio de color. Esa posibilidad era tan importante que terminó nombrando el instrumento, llamado más tarde pianoforte y, luego, simplemente piano.
En el Concierto catalogado como H 479 (o Wq 47, según el catálogo), escrito en Mi Bemol Mayor para clave, fortepiano y una orquesta que incluye dos flautas y dos cornos, los dos teclados –la vieja y la nueva estética– se contestan, discuten, se superponen, litigan. Uno, el más nuevo, es capaz de aumentar el volumen, jugar con el dramatismo del crescendo. El otro es, sencillamente, la tradición: no necesita subir el tono; sabe quién es y de dónde viene. “Mi único profesor de composición y de clave ha sido mi padre”, decía Carl Philipp Emanuel Bach. Y tenía razón.

Suplemento Radar, Diego Fischerman, Página 12 -  2 de Mayo de 2004 

viernes, 19 de julio de 2013

Telemann, el ciudadano

En 1942, una orquesta dirigida por Bernardino Molinari grabó por primera vez en disco Las cuatro
estaciones de Vivaldi. Ese mismo año, la Deutsche Grammophon publicó un álbum donde Bruno Kittel dirigía dieciocho números de la Pasión según San Mateo de Johann Sebastian Bach. Más allá de que dos países del Eje coincidieran en su manera de entender la industria cultural en épocas de guerra, ése es el momento en el que puede situarse el nacimiento de la moda que, veinte años después, inundaría el mercado. El barroco, desaparecido del universo musical durante doscientos años, hacía su rentrée triunfal. Detrás de Vivaldi y Bach, las empresas discográficas debían descubrir otros autores para alimentar el consumo. Y el personaje ideal fue un alemán nacido en Magdeburgo en 1681, llamativamente longevo para su época –murió a los 86 años, en 1767–, que había compuesto una cantidad impresionante de obras. Las cuentas daban alrededor de 40 óperas, 44 pasiones (contra las apenas dos de Bach que se conservaban completas), doce ciclos anuales de cantatas y cientos de sonatas, tríos, cuartetos y conciertos. Según las cuentas, con Georg Philipp Telemann habría discos de música barroca para rato.
El éxito de Telemann en la década del sesenta no fue distinto del que había conocido en vida. Tampoco lo fueron las reacciones posteriores. Amigo de Johann Sebastian Bach –de cuyo segundo hijo, el notable compositor Carl Philip Enmanuel, fue padrino–, sus contemporáneos lo consideraron ni más ni menos que el autor más importante de su tiempo. Pero eran épocas en que no existía la idea de repertorio, y mucho menos la de historia musical. Apenas tres años después de su muerte, Wolfgang Mozart estrenaba a los 14 años la ópera Mitridate, Re di Ponto. Ya sonaba otra música, y las obras de Telemann no volverían a tocarse en ninguna parte durante mucho tiempo. Dos siglos después, mientras la moda del barroco crecía, también lo hacía una idea heredada del romanticismo y encarnada con perfección en el rock: la idea de autenticidad. Una obra de arte debía ser la expresión de un sentimiento profundo, verdadero, intransferible y, en lo posible, sufriente.
¿Qué clase de músico era ése, que parecía haber compuesto sin parar –y sin detenerse a sufrir– durante décadas? Para la era de la autenticidad, Telemann no era confiable. Y con la misma velocidad con que se lo había entronizado, se lo condenó como el equivalente más perfecto, en el siglo XVIII, de la vilipendiada música comercial del momento. Para colmo, el veredicto se basaba en un error: el de considerar a Telemann como un ejemplo acabado de la música cortesana y de un estilo –el galante– que ya desde su nombre aparecía sentenciado como superfluo.
Si bien es cierto que Telemann fue uno de los más acérrimos defensores, en Alemania, del estilo cortesano francés y de la forma musical que mejor le servía –la suite–, sus composiciones, mucho más que a la corte, estaban dedicadas a los nuevos consumidores de instrumentos y partituras: los burgueses. “Los instrumentistas espléndidos que he conocido han aumentado mi deseo de perfeccionarme en mi propia profesión; no sólo me contenté con entender las técnicas del clave, el violín y la flauta dulce, sino que debí interiorizarme en las del oboe, la flauta travesera, el chalumeau (un antecedente del clarinete) y la viola da gamba, e incluso el contrabajo y el trombón”, escribió en su primer autobiografía, de 1718. En la segunda, de 1740, aseguró: “El que es capaz de componer para el beneficio de muchos es mejor que quien lo hace sólo para unos pocos”.
Apasionado por la matemática y los juegos de palabras, en su obra aparece con frecuencia la palabra melante, a veces como seudónimo, a veces como dedicatario y, en ocasiones, citado en algún tratado. Esa especie de falso vocablo griego, referido vagamente al melos, era el nombre de uno de los caballeros mencionados en la Genealogía de la toledana discreta, publicada en 1604 por Eugenio Martínez: “...acompañado viene el caballero / de otros doce famosos y valientes: / de Aridano, de Escocia el heredero,/ hijo del rey, famoso en varias gentes, / de Melante, su primo y gran guerrero...”. Si se tiene en cuenta que Telemann tituló una de sus suites (en la que utiliza numerosos procedimientos vanguardistas con fines humorísticos) Bourlesque de Quixotte, es posible atribuirle cierto conocimiento de la literatura caballeresca española (y de sus parodias). Pero melante también era, sencillamente, un anagrama de su apellido.
A diferencia de la mayoría de los compositores de su época, Telemann era un erudito –había estudiado leyes y aritmética, entre otras cosas– pero por otra parte su formación musical –a la que la familia se había opuesto– era casi inexistente: apenas las lecciones de canto de la escuela y dos semanas de clase de órgano. Es posible que esa falta de fidelidad a maestros o estilos específicos haya sido uno de los motivos de su apertura estética. Además de cultivar todos los estilos usuales durante el siglo XVIII, fue particularmente sensible al folklore y, en particular, a las acentuaciones y síncopas de la música popular polaca.
“Una vez, durante uno de mis viajes, fui testigo, en tierras polacas, de una reunión de 36 gaitas y 8 violines. Lo que podían inventar esos intérpretes, improvisando mientras los bailarines descansaban, sobrepasa casi los límites de la imaginación. En ocho días, un oyente podía acumular ideas suficientes para abastecer a un compositor durante toda una vida.” En obras como su Doble concierto para flauta dulce y flauta travesera, con un sorprendente último movimiento que anticipa en gran medida a Bartók, él mismo no dejó de abastecerse de esas ideas. Y si es cierto que escribió mucho y que fue un maestro de las viejas formas (sus sonatas en canon, para dos instrumentos, son ejemplares), también lo es que, para no aburrirse, probó combinaciones instrumentales inéditas (cuatro violines solos, flauta de pan con acompañamiento de clave, dúos de chalumeau), fue el primero en escribir sonatas donde el clave se despegaba del acompañamiento (bajo continuo) y pasaba a tener un rol solista (concertante), anticipó la forma sonata que sería característica del clasicismo y, sobre todo, cultivó la idea de la línea melódica pura, equilibrada y simétrica, que constituiría la gran ruptura con el estilo barroco y sería defendida por el filósofo Rousseau y el músico Gluck.
Su credo puede resumirse en dos frases. En una aconseja así a sus colegas: “Da a cada instrumento aquello que más le place. Para el intérprete y para ti mismo, el placer será mayor”. En la otra explica el secreto de su estilo: “Prefiero sobre todo los tríos; los arreglos de manera que la segunda voz parezca la primera y que el bajo desarrolle una melodía natural y una armonía que le sea próxima, donde cada nota sólo pueda ser ésa y no otra. Algunos intentan halagarme con la pretensión de que soy el primero en escribir de ese modo”.
Mientras estudiaba Derecho en la Universidad de Leipzig, Telemann fundó el Collegium Musicum (que después dirigió Bach), donde grupos de estudiantes daban conciertos públicos. “Siento que la música debe tocar el corazón”, aseguraba, mientras escribía óperas para el teatro de esa ciudad y era nombrado director, en 1703, de la Opera de Leipzig. Unos diez años después fue director municipal de Música en Frankfurt, director de una sociedad musical llamada Frauenstein y, durante el mismo período, kapellmeister (máxima autoridad musical eclesiástica) en una Bayreuth aún libre de Wagner. En 1721 comenzó a trabajar en Hamburgo y el año siguiente se presentó para el cargo de cantor en Santo Tomás de Leipzig, vacante por la muerte de Kuhnau. Fue elegido sobre otros cinco finalistas, pero como en Hamburgo ofrecieron aumentarle considerablemente el sueldo, decidió no tomar el puesto, que fue ocupado por quien había quedado segundo en orden de mérito: Johann Sebastian Bach. Además de dirigir la Opera de Hamburgo y conducir conciertos públicos que reunían multitudes, organizaba actividades musicales en una taberna llamada La casa del árbol más bajo. De esa época son su segunda autobiografía, sus cartas rimadas a Händel ysu genial Der Getreue Musikmeister (El maestro de música confiable), donde reúne obras de la más diversa naturaleza, desde arias de ópera hasta fugas, cánones y suites, para la práctica de los aficionados. Fue el precursor de varios estilos y maneras de entender la música y, también, fue capaz de sintonizar, como nadie en su época, los nuevos hábitos culturales de las ciudades. Más allá de su dominio de las músicas de la corte, Telemann fue un músico del pueblo.
Suplemento Radar, Diego Fischerman, Página 12 -  4 de abril de 2004

jueves, 18 de julio de 2013

Carlo Gesualdo, un hombre de su tiempo

La última de las quince velas ya ha sido apagada. “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, que ha
visitado y redimido a su pueblo”, suena, a oscuras, desde el coro. Es el Oficio de Tinieblas, en Sábado santo, y quien ha escrito la música ha hecho de las tinieblas su oficio. Pero don Carlo Gesualdo –Príncipe de Venosa y Conde de Conza, sobrino de los cardenales San Carlo, Alfonso (Arzobispo de Nápoles) y Federico Borromeo, nieto del Papa Pío IV y marido y asesino de su prima, Maria D’Avalos, entronizado en el siglo XX por Stravinsky y personaje central de una ópera del posmodernista ruso Alfred Schnittke– permanece en penumbras.
Sus biografías abundan en títulos como “músico y asesino”, “príncipe del sufrimiento” o “asesino a cinco voces”. Su música –o por lo menos los tres últimos de sus seis libros de madrigales y sus finales Responsoria et alia ad Officium Hebdomadae Sancta spectantia, publicados por su impresor particular en 1611– quedó olvidada durante tres siglos y resurgió, impregnada de un aura premonitoria, cuando la leyeron las vanguardias del siglo XX. Para la mirada del presente, las alteraciones cromáticas, las disonancias y los extremos contrastes expresivos de Gesualdo suenan a visionarios. Tal vez por eso creció la leyenda.
Quizás ésa haya sido la causa de que los dolores y culpas del príncipe, sus supuestos sadomasoquismo y homosexualidad y, obviamente, el crimen de su primera esposa, hayan desempeñado un papel causal. Había que encontrar la razón de una música tan extraña, y las extrañezas de su vida privada venían como anillo al dedo. En su época, no obstante, la recepción del arte de Gesualdo era otra. El hecho de que se lo considerara un autor extraordinariamente sofisticado, experto en el contrapunto y de gran refinamiento, pero jamás un delirante ni, mucho menos, un músico incomprensible, hacen, en cambio, al verdadero enigma.
Importa poco si el príncipe mató con sus propias manos a Maria D’Avalos y su amante Fabrizio Carafa, Duque de Andria, o si dio la orden a sus sirvientes; si hubo heridas de arma de fuego, como parece indicar el texto del informe procesal de la Gran Corte Vicaria de Nápoles, o si se trató de un apuñalamiento múltiple; si Don Carlo Gesualdo necesitaba, en efecto, que sus sirvientes (y algunos dicen que su segunda esposa, Eleonora d’Este) lo azotaran para que pudiera defecar.
El misterio mayor tiene que ver con la naturalidad con que los círculos intelectuales de la Italia del 1600 escuchaban esta música que para los oídos actuales suena, todavía, sorprendente. “Dolorosa alegría” y “suave dolor” son algunas de las oposiciones y oximorones que le servían de pretexto para explorar los contrastes. Es cierto que otros madrigalistas –Giaches De Wert, Luzzasco Luzzaschi o Filippo De Monte– habían experimentado ya con el uso de opuestos musicales asociado a opuestos narrativos. Tampoco era nueva la utilización intensiva de cromatismos. La particularidad del estilo de Gesualdo tenía que ver, más bien, con la profusión con que usaba esos recursos. Alguna época caracterizó sus madrigales como manieristas; el mote de extremistas les cabría mucho mejor. Aunque ni el regodeo con las imágenes tenebrosas de su poesía ni lo disonante de su música fueron su patrimonio exclusivo, don Carlo Gesualdo llevó ambas tortuosidades al extremo de lo posible.
No se trataba del endemoniado culpable, torturado por sus padecimientos y víctima de una compulsión que lo empujaba a las creaciones más enfermizas (que es, más o menos, el personaje que las visiones contemporáneas construyeron con él), sino de un compositor altamente profesional, perfectamente capaz de escribir a la moda. Pocos años después, el compositor Luigi Rossi decía, hablando de sus madrigales, que “están llenos del artificio necesario para gustar a los públicos más nobles”. En un momento en que las pequeñas cortes de los nobles italianos competían entre sí en cuestiones de riqueza, pero también en uno de sus signos más evidentes, la actividad artística (cuyo capital eran los compositores, cantantes, pintores, escultores e instrumentistas a su servicio), la originalidad estaba lejos de ser un dato irrelevante. Los autores (y no sólo Gesualdo) buscaban diferenciarse entre sí y satisfacer el gusto culto de la época por medio de extrañezas musicales, efectos dramáticos y textos en los que Eros y Tánatos se daban la mano.
Gesualdo no hace uso de las disonancias de modo más ilegítimo que otros autores de su época. Lo que sucede es que las utiliza todo el tiempo. Y es que no parecía haber muchos otros caminos frente a textos de amor en los que las palabras más frecuentes son “grito” y “muerte”, y en los que se llega a límites de genialidad y belleza conceptista –a la manera de su contemporáneo madrileño Francisco de Quevedo– como los de “S’io non miro non moro”, del Quinto Libro de Madrigales: “S’io no miro non moro, / Non mirando non vivo; / Pur morto io son, nè son di vita privo, / O miracol d’amore, ahí, strana sorte, / Che’l viver non fia vita, e’l morir morte” (Si no miro no muero, / no mirando, no vivo; / por lo tanto muerto estoy, pero no de vida privado. / Oh milagro de amor, ah, extraña suerte, / que el vivir no da la vida y el morir no da la muerte).
Tres años y cuatro meses después del asesinato de su primera mujer, acompañado por Ferdinando Sanseverino, Conde de Saponara, por el Conde Cesare Caracciolo y el músico Scipione Stella, Gesualdo partió a Ferrara para contraer matrimonio con Eleonora d’Este, sobrina del Duque Alfonso II, el 21 de febrero de 1594. Las festividades, descriptas en La máscara de Bottrigari, incluyeron la representación de I fidi amanti, una favola boscareccia compuesta especialmente para la ocasión por Ercole Pasquini. También escribieron versos para los festejos los poetas locales, y Vincenzo Rondinelli dedicó al príncipe su tratado de acústica De soni, e voci.
Don Carlo y Eleonora no se conocían. Para el tío de la prometida, la boda significaba una posible intercesión del influyente cardenal Alfonso Borromeo en un litigio por tierras que la casa d’Este mantenía con la Iglesia. Para Gesualdo implicaba acceder a la corte más refinada de Italia en materia musical. Allí, el propio duque supervisaba un grupo de cantantes virtuosos –entre los que estaban las famosas damas para quienes se componía la musica reservata o segreta, Tarquinia Molza, Anna Guarini, Livia d’Arco y Laura Peverara– y revistaban compositores como Luzzasco Luzzaschi. Fue allí donde Gesualdo empezó a hacerse conocer como músico.
Entre marzo de 1595 y el mismo mes del año siguiente, el compositor publicó sus Libros III y IV. Después estableció su capilla musical y una imprenta en su propio castillo. En sus últimos días, el príncipe Don Carlo se retiró a su habitación, “vecina a la cámara del cembalo”, sin hablar con nadie. Nunca volvió a salir. El 18 de septiembre de 1613 murió, según dicen, en el medio de espantosos dolores intestinales. Lo enterraron en Nápoles, en la Iglesia de Gesù Novo, al pie de la lujosa Capilla de San Ignacio. Lo sobrevivió su propio mito, que luego alimentaron la ópera que Schnittke estrenó en Viena en 1995, un documental dirigido por Werner Herzog y la peregrinación al castillo de Gesualdo de Igor Stravinsky. “Los músicos debemos salvar a Gesualdo de los musicólogos, pero los segundos lo han hecho mejor hasta ahora. Todavía hoy es poco respetable para las academias, todavía demasiado excéntrico y cromático, todavía difícil de cantar”, escribió Stravinsky. Todavía faltaba sacarlo de las tinieblas. 

Suplemento Radar, Diego Fischerman, Página 12 - 7 de marzo de 2004

miércoles, 17 de julio de 2013

Una original interpretación de la terminología musical.



La holgada situación económica que gozamos los docentes de la República Argentina, como
es de dominio público, me ha permitido dedicarme los últimos tiempos casi exclusivamente de los estudios no psicológicos y la investigación.
Expondré a continuación el resultado de mis incansables esfuerzos en uno de los muchos temas abordados, en el cual incursione con una intensa y legítima curiosidad para explorar los estratos, conscientes e inconscientes, semiótico,  semántico, psicoanalítico, guestálticos y estructuralista de la terminología musical.
Pude constatar primero con asombro, luego con estupor y finalmente con verdadera indignación que desde épocas muy remotas la humanidad había sido víctima de ciertos poderes siniestros y ocultos, que de una manera sistemática e ignominiosa la sometieron a discriminaciones, humillaciones y opresiones de la peor especie.
Por cierto que en tiempos prehistóricos debe haber existido una edad de oro, en la que los sonidos, no divididos aún en clases, castas y jerarquías, convivían fraternalmente, gozando de una libertad e igualdad plenas. Pero en cierto momento se desencadenó una despiadada lucha de poder: comenzó la explotación de la nota por la nota, del intervalo por el intervalo. Envalentonados, algunos modos se declararon “auténticos”, desacreditaron y relegaron a un nivel inferior a los restantes imponiéndoles el denigrante calificativo de “plagales”. Paso a paso fue ganando terreno un poder autoritario y discriminatorio.
Pronto aparecieron los intervalos que, con intolerable soberbia, se autoproclamaron “justos” y, lógicamente, quedaron marginados los “injustos”; pero  ¿quién dictaminaría cuáles eran los “justos” y cuáles  los “injustos”? y –tal como siempre ocurre en regímenes donde hay abusos de poder y se consolidan las ideologías autoritarias- finalmente, se impuso también la discriminación racial: por decreto se estableció que una blanca valía tres negras, o por lo menos dos (finalmente, el número quedó fijado en dos, sin duda porque no había suficientes negras…), y más tarde una ley complementaria dictamino que una negra puede estar ligada a una blanca, ¡pero jamás una blanca a una negra! El cinismo racista no pudo ser más elocuente….
La dinámica de este sistema fue implacable en la prosecución de sus planes siniestros: todo, prácticamente todo, cayó bajo su rabioso afán de dividir, estratificar y oprimir. Así, luego del reinado de los modos “auténticos” sobrevino la distinción entre el modo “mayor” y el modo “menor” (uno podría preguntarse ¿Por qué no llamarlos “el modo azul” y “el modo rojo”?, ¿Por qué uno debía ser “más” y el otro “menos”?; pero esos eran los objetivos del sistema…). Algo similar aconteció con los intervalos: junto a los soberbios intervalos “justos” aparecieron los intervalos “mayores”, quienes decididamente discriminaron a los “menores”, dictaminando que los restantes eran “disminuidos” (uno no sabe si reír o llorar: ¿a base de qué criterio se estableció esta diferencia?, ¿quién otorgó a aquellos el aumento relegando a estos a ser disminuidos?, ¿por qué no llamarlos directamente inválidos o discapacitados?).
Y este despropósito también le fue aplicado al pobre tritono: había sido otrora un ser humilde, un honesto intervalo entre el bitono y el tetratono; ahora, en esta era la caza de brujas, fue declarado “diablo en la música” fue humillado y corrompido: para la plebe o “chusma” fue una cuarta aumentada, para la clase dirigente, “los de arriba” detentadores del poder, fue una quinta disminuida.
Si, así transcurrían las cosas hasta ese momento, con el avance de la llamada armonía funcional la situación se agravó más aún: el acorde “perfecto”, con toda su intolerable soberbia, se entroniza como amo supremo. Ello incide en que muchas pobres piezas en modo menor decidan concluir con un acorde mayor para mejorar a último momento su estatus, como si este mero detalle pudiera salvarlas de su impuesta y manifiesta inferioridad. Por otro lado, hacen su aparición las dominantes, obviamente con sus lugartenientes, las subdominantes. (¡Es forzoso que donde hay dominantes también halla dominados! Esta situación posee una lógica irrefutable, y al sistema se le podrá reprochar todo, pero nunca una falta de coherencia).
En medio de todas las discriminaciones autoritarias ya vigentes –intervalos mayores y menores, justos, aumentados y disminuidos, acordes perfectos y las dominantes- se agrega una más: la cruel ironía de que una nota se la pueda llamar sensible (para este caso, los anglosajones y los germanos, quizás menos hipócritas o tal vez más brutales, hablan directamente de un “guide tone” y un “leitton”, el sonido conductor).
 Este incipiente e incontenible proceso de degeneración y decadencia se completa con otras claras líneas divisorias: cadencias rotas o evitadas, imperfectas y truncas, retardos y contratiempos y acordes invertidos (¡!). Así, vemos que las gordas redondas y las blancas son atendidas por sus esclavas (negras y todo los miserables seres que ni siquiera poseen un nombre propio: las semicorcheas o las semifusas,  presumimos que con seguridad en algún momento también debió haber ocurrido un movimiento “antisemifusas”), llevando vida holgada en sus quintas - ¿quintas aumentadas?- mantenidas casi siempre por un puntillo, entre contrapuntos floridos, grupitos de frondosos arbustos y trinos de pájaros, saboreando suculentos platos preparados en enormes calderones… pero creo que mi indignación me ha llevado demasiado lejos, haciéndome olvidar la objetividad que todo investigador como buen científico debe siempre conservar. Volvamos, pues, a los hechos mismos, y sólo los hechos.
Es en el ámbito de los instrumentos donde aparece más notoriamente otro aspecto que posee todo sistema donde impera la discriminación racial, los prejuicios sociales y el autoritarismo: el machismo. Casi todos los instrumentos o masculinos: el órgano, el piano, el bandoneón, el violín, el violoncello,  el trombón, el oboe, el clarinete, el fagot, etc. En este conjunto, y en vergonzosa inferioridad numérica, las excepciones femeninas quedan reducidas a la débil flauta -¡obsérvese que los italianos, marchistas por excelencia, en lo llamaban “il flauto”!-, la pobre viola –oprimida entre el arrogante violín y el pretencioso barrigón violoncello-, más dos instrumentos construidos con un vil metal: la trompeta y la tuba. (¿Qué les hubiera costado a los responsables de dejar la “triálgula” o la “timbala”,  aunque más no fuera por su similitud y connotación simbólica con ciertos atributos de la anatomía femenina?).
¡Pero aún a la dictadura más férrea le llega su hora! La sed de libertad puede más que todo el poder de un sistema cuyo infame e insidioso modo de actuar hemos corroborado de una manera categórica mediante una serie de ejemplos, seleccionados entre muchos otros. El gran cambio se puso en marcha cuando la disonancia, cansada de tantos siglos de oprobiosa obligación, se decidió a emanciparse. Las consecuencias este heroico acto fueron incontenibles e imprevisibles. El próximo paso de este proceso –que forzosamente aquí debemos resumir- consistió en la sensibilización tonal: ahora, con sólo desearlo, cualquier nota podía ser sensible, y con ello desapareció todo ese submundo de las dominantes y las subdominantes; también desaparecieron las cadencias rotas y las evitadas, así como los acordes invertidos.
El acorde perfecto es ahora una mala palabra: se lo evita como si fuera un leproso. Tuvo que pagar cara su doblemente despiadada tiranía, su largo y cruel dominio desde que estableció su trono en el primer peldaño de la escala. Actualmente cada sonido, en pleno goce de una libertad antes jamás soñada, se mueve armoniosamente en la ronda formada por él y sus 11 hermanos mellizos. Quedaron abolidos todos los mayores y menores, aumentados y disminuidos. Los intervalos se denominan equitativamente según la cantidad de semitonos comprendidos entre el sonido más grave y el más agudo: 1, 2, 3, 4, etc. El tritono, otrora humillado, perseguido y corrompido, es ahora nada más ni nada menos el intervalo 6, eje central de toda la serie.
Pero la revolución no se detuvo allí. Están asimismo desacreditados los ridículos valores, pues no se dice más: “tú, vales el doble; tú, la mitad; y tú, la cuarta parte”; ahora reina una plena libertad y se los incita: “tú, suena tan poco tiempo como quieras; tú, tanto como puedas; tú, tan agudo como alcances; tú, tan grave como te plazca”. De esta manera, estrepitosamente se derrumban las odiosas líneas divisorias. Detrás de las infames grillas y barrotes del pentagrama salen jubilosos los sonidos, abrazándose en estrechos “clusters”, deslizándose por todo el registro y abarcando todo el rango dinámico.
Con la desaparición de la discriminación racial y del sistema clasista, también deja de existir el antes tan arraigado machismo: lo que ahora vale es la “relación de pareja”. De la espontánea y apasionada unión de la guitarra eléctrica y el amplificador, de la computadora y el sintetizador, nacen esas deliciosas criaturas sonoras que nos deleitan y embelesan con sus graciosas “curvas dinámicas envolventes”. ¿Qué es lo que no se podrá esperar en el futuro de tan halagüeño y auspicioso proceso? Pero – y terminó con esta advertencia- ¡Siempre y cuando esa libertad no se convierta en libertinaje!

Memorias Musicales, Ernesto Epstein. Editorial EMECÉ 1995.